martes, 22 de diciembre de 2009

Las Almas Danzantes


¨HEY¨
A continuación les posteo otra de las historias inconclusas que decidí retomar jaja. Tiene un poco del espíritu de la época así que por eso decidí terminarla de escribir y compartirla con todos en estos días. Ojalá les guste y espero sus comentarios :)

Las Almas Danzantes

Sucede cada setenta años en alguna parte del mundo. El lugar en el que ocurre es impredecible, sin embargo, siempre ocurre. Cada setenta años. Habitantes del municipio de Huétor Santillán en España y de la población de Falam en Birmania han sido algunos de los testigos a lo largo de la historia de la humanidad de este fascinante fenómeno. No sé si se deba a una conexión astral, fusión de elementos, propagación de gases o presencia de campos magnéticos. Lo único que sé es que viene sucediendo desde el inicio del tiempo. Ningún ser humano tiene conciencia de esto ya que, una vez vivido, se olvida por completo. Lo único que la persona recuerda son las maravillosas consecuencias de esta noche. Se preguntarán cómo es que sé todo esto entonces. La respuesta es sencilla: soy un alma.

Mateo Icaza despertó muy temprano la mañana del 26 de Octubre sobre el suelo del distrito de Olá, en Panamá. Un incesante dolor le taladraba la cabeza y el ardor de los ojos no tardó en hacer mella en su humor. Colocó una almohada sobre su rostro para aislarse por completo del escaso ruido exterior. Al cabo de cinco minutos decidió salir de la cama y dirigirse al baño. Se miró en el espejo.

-Hermoso.- pensó contemplando su barba de una semana, sus rojos inyectados de sangre y su cabello enmarañado.

Incapaz de mantener la vista bien enfocada, Mateo se mojó la cara e hizo dos largos buches. Salió del baño dando trompicones. Se volvió a tirar a la cama. Viró la cabeza hacia la mesita que reposaba a su derecha y se encontró con la botella de ron que había vaciado la noche anterior. A su lado descansaba el frasco de antidepresivos. Un sentimiento súbito de desolación le azotó las entrañas y se soltó a llorar. Las lágrimas rodearon los pliegues de las sábanas y se perdieron en sus profundidades. Mateo alzó una mano y la metió en su bolsillo para sacar una delgada navaja. La puso delante de sus ojos y observó su superficie oxidada. Jugueteó en sus dedos con ella y lentamente la posó en su brazo izquierdo. Hundió lentamente su punta en él y comenzó a trazar una línea ondulada. El escarlata inundó las sábanas y la mancha se extendió a su antojo. Aquello era la gloria. Una gloria diferente a la que pudo alguna vez aspirar, pero era la gloria al fin.

Nunca quiso esa vida para sí mismo. Tenía 27 años y su existencia ya se había desmoronado. Una semana atrás, Marla, su esposa, había decidido salirse de la casa con sus hijos. Aquello se veía venir, sin embargo, no sabía que le iba a afectar tanto. Recordó lo violento que se había puesto. Aún así evitó golpearla ya que, en el fondo, sólo estaba enojado con sí mismo. ¿Cómo había podido permitir que las cosas llegaran a ese punto? Había dejado de amar a Marla, en efecto, pero eso no era excusa alguna para haber hecho pasar a su familia por semejante tormento. Era por ello que se cortaba, era por ello que había tomado los antidepresivos, era por ello que quería morir.

El reloj corría deprisa. Mateo vislumbraba la luz cambiante intentando romper la penumbra en la cual se había conferido. Era impresionante ver cómo un lugar podía pasar de ser un hogar a aquel calabozo en tan poco tiempo. La gente era la que le daba las atmósferas a los lugares y, en ese momento, la persona que ocupaba el pequeño departamento era un cadáver en vida. No más.

Llegó el atardecer y Mateo no lo había visto venir. Seguía recostado en su misma posición convaleciente. Su vista comenzaba a nublársele y los pensamientos eran menos claros a medida que la sangre abandonaba su cuerpo. Entonces se detuvo el tiempo. Las partículas de polvo que flotaban a su derecha se quedaron suspendidas e inmóviles. El suspiro proveniente de su pecho y la pulsación que emitía su corazón optaron por no existir.

La noche de las almas danzantes había comenzado.

Aquello fue extraño. Como si fuera la cáscara de una naranja, me fui desprendiendo lentamente del cuerpo de Mateo Icaza. Primero fueron las manos y los pies, luego los brazos y piernas, el tronco y por último la cabeza. Era un alma libre y aquello era maravilloso. La primera cosa que noté no tenía que ver con la pérdida repentina de todo sentido gravitatorio, tampoco se relacionaba con mi aspecto translúcido que dejaba ver a través de mí las cosas. No. Lo primero que percibí al dejar el cuerpo de Mateo fue que no sólo estaba dejando una persona detrás sino, junto a ella, todo ese peso inmenso que me impedía ser feliz.

Ahí estaba. Reposando en esa cama ensangrentada. Un ser lleno de cabello, sudor, lagañas y demás pestilencias. Un ser rebosante de angustia, ira y rencor. Capaz de proyectar remordimiento y frustración con una sola mirada. Negado totalmente a amar al resto del mundo y a sí mismo. ¿Cómo era posible que yo pudiera vivir dentro de aquel humano tan despreciable? Y lo más sorprendente, ¿cómo es que me había dejado conferir en lo más recóndito de su ser dónde me era imposible existir?

Aparté mi mirada del Mateo Icaza que permanecía inerte en la cama del diminuto departamento. Comencé a recorrer el lugar a pocos centímetros del suelo al mismo tiempo que me acostumbraba a aquel nuevo andar. Intenté levantar una foto donde se dibujaban los rostros de Augusto y Gabriel, pero mi mano traspasó el retrato como si fuera humo. Seguí flotando sobre ese escenario inmundo. Mi sentido del olfato me había abandonado junto a mi cuerpo. Estuve totalmente agradecido por ello. Me aventuré a entrar al baño a través de una pared y al hacerlo no pude evitar entrecerrar los ojos. Lo conseguí sin problema alguno.

Poco a poco me iba sintiendo cada vez más seguro en mi condición de alma libre. De hecho me estaba sintiendo más seguro de lo que alguna vez me había sido en toda la vida. Miré el baño y me di cuenta al instante que no tenía intención de querer quedarme ahí por mucho tiempo. Descendí para conseguir impulso y me lancé al techo a una velocidad trepidante.

Se revolvieron en una sola imagen los televisores, camas, estantes y demás artículos de los departamentos de los pisos superiores hasta que ante mí se suscitó el espectáculo más hermoso del cual hubiera sido testigo antes. La ciudad de Olá se desplegaba a mis pies en su hermosa sencillez y familiaridad. Calles bordeadas de bosques, montañas rocosas vigilantes de toda actividad y el mar distante reflejando el cielo estrellado. No había autos ni gente andando por el pueblo. Sin embargo, lo que dotaba de Olá de aquel encanto hipnotizante eran las miles de almas de sus habitantes.

El resto de ellas y yo nos congregamos sobre el mar. Una a una fuimos llegando y opacando el brillo de las estrellas con el que emanaba de nuestro mismo centro. Cada una maravillada y extasiada de felicidad. A mi lado gritaba emocionado Cristóbal, el velador de la fábrica de zapatos. Más arriba giraba en piruetas Perla, la estilista suicida de la calle Bárcenas, persiguiendo a su novio Leopoldo Beltrán. Los niños que pedían dinero en la banqueta de mi edificio perseguían a un retriever transparente por los aires. El animal no dudó en zambullirse al mar y salir varios metros lejos. Aquello era una fiesta.

-Señor Icaza, tome mi mano- gritó María Luisa, la chica arquitecta que vivía en la calle de enfrente, flotando a mi derecha.

Una hilera de personas, algunas conocidas y otras no, se sostenían de la mano y esperaban que me les uniera. Sin dudarlo, tomé la mano de María Luisa y esperé a ver lo que sucedía a continuación. A la cabeza del grupo iba el orgullo deportivo de Olá: Carlos Beceler, el velocista más prodigioso de la región. Apenas me uní a la fila, Beceler comenzó a arrastrar al grupo con la ayuda de sus piernas aéreas y en pocos segundos alcanzamos una velocidad tal que a los ojos del resto de las almas, la fila humana no era más que un rayo de luz que navegaba sin sentido sobre la superficie calmada del Pacífico.

Por mi parte, era testigo de estar experimentando la sensación más vertiginosa de mi vida. Mis entrañas subían, bajaban, rebotaban y volvían a subir. Los ojos se me llenaban de aire el cual amenazaba con sacarlos de sus cuencas en cualquier momento. Mi boca estaba inmóvil y era incapaz de exclamar cualquier cosa. Lo único certero que podía sentir era el tacto de la mano de María Luisa la cual se había convertido en un remolino de luz amarillenta.

Entonces la velocidad aminoró tan rápido como había comenzado y fui disparado hacia el corazón mismo de le selva. Instintivamente, coloqué mi brazo sobre mi cabeza al ver que un árbol se aproximaba peligrosamente sobre mí. Sin embargo, cuando abrí los ojos, el árbol se ubicaba justo detrás. Por primera vez pude dar un largo respiro y relajar la espalda.

-Ehm, señor Izaca…- murmuró María Luisa cuya mano seguía aprisionada fuertemente por la mía.

-Ah, lo siento mucho- exclamé y proseguía soltarla.- No me había dado cuenta, María Luisa.

-Vaya, sabe mi nombre- explicó ella intentando acomodar su largo cabello de la forma más decente posible.

-Por supuesto que lo sé- reclamé indignado.

La verdad es que yo no era el tipo de hombre que se preocupara por recordar el nombre de la gente, sin embargo, ella siempre fue especial para mí y desde que me había separado de Marla, lo era un poco más. De cualquier forma aquella era la primera vez que intercambiábamos palabras.

-Disculpe, entonces- dijo María Luisa y esbozó una delicada sonrisa.- ¿A dónde demonios venimos a parar?

Remontó vuelo y traspasó la copa de los árboles hasta que la perdí de vista. Vestía su ropa para dormir. Un pantalón a rayas y una camisa de tirantes. Me quedé embelezado mirando las ramas por las cuales acababa de desaparecer y me sorprendí con una mueca de imbécil en el rostro. Volé tras ella.

-Es hermoso, ¿no es cierto?- señaló ella mirando el pueblo.

Las luces de los autos y de las calles permanecían apagadas, pero el brillo sobrenatural que colmaba al pueblo provenía de los centenares de cuerpos voladores que iban de aquí para allá con un júbilo tremendo. Fuera ancianos o bebés, la fiesta de las almas danzantes del pueblo de Olá era un espectáculo capaz de contagiar hasta al alma más miserable. En otras palabras, me estaba contagiando a mí.

-Señor Icaza…

-Puedes llamarme Mateo.

-Lo siento, señor Mateo…

-Sólo Mateo.

María Luisa se carcajeó.

-Mateo, ¿quieres ver qué tan lejos podemos llegar?

-¿Cómo?

La volteé a ver extrañado y noté su mirada puesta en lo más alto del cielo. Comprendía a qué se refería.

-Supongo que me agradaría intentar ver hasta dónde- expresé al fin.- ¿Te tomo otra vez de la mano?

Ella rió.

-No será necesario esta vez.

Emprendió vuelo sin avisarme y en los segundos que tardé en alcanzarla, ella ya había llegado las nubes. No sentía frío, no se me nubló la cabeza y el vértigo me había abandonado. Me sentía bien. Sin ninguna condición ni pero. Sin ninguna duda ni pensamiento oculto. Estaba bien.

-Siente la nube- dijo ella al mismo tiempo que se zambullía por el interior de una.

La seguí y me dejé absorber por el suave contacto. Era cómo sentir un humo espeso. Aquella metáfora tan trillada con el algodón de azúcar no estaba tan apartada de la realidad. La verdad nunca había nadado en algodón de azúcar, pero supuse que no estaría muy distante a lo que estaba sintiendo en esos momentos.

-Sigamos subiendo.

En ese momento sí me tomó de la mano.

Pasamos nubes y nos encontramos con la negrura. La pasamos también y seguimos a la luna. El aire me revolvía el cabello. Las estrellas se miraban a través de María Luisa. Tomó un puñado de ellas y me las lanzó a la cara. Millares de diamantes se impregnaron en mis ropas. Emití un a carcajada y varias se me metieron a la boca. A nuestro lado un grupo de amantes se besaba en medio de lunas y planetas. Sus cabellos ausentes de gravedad se entrelazaban entre sí al mismo tiempo que los rayos del Sol les conferían un halo de deidad.

Cuando me di la vuelta María Luisa estaba varios metros lejos de mí recostada sobre una cama de estrellas que se había confeccionado para sí. Floté y reposé mi cuerpo a su lado. No sabía si estaba mirando arriba o abajo. Pero me recosté y contemplé el universo desplegarse ante mí.

-Usted solía salir a pasear con sus hijos a la plaza- dijo María Luisa mirando a la inmensa nada.

-Así es- respondí sin darme el tiempo necesario para sorprenderme de que ella lo supiera.

-¿Por qué ya no lo haces?

-Mi esposa me dejó hace una semana.

-Tiene meses que no lo veo salir con sus hijos.

Me quedé callado. Era ridículo pensarlo, pero me impacté al notar que la tristeza era la misma en la Tierra siendo persona que en el espacio siendo alma.

-No puedo entender cómo a alguien puede dejarle de importar la gente que ama- musitó María Luisa apartando sus ojos del universo y posándolos sobre mí.

-Tenía problemas- me excusé y en el resto del espacio infinito rebotaron aquellas palabras huecas dejando en evidencia su ausencia de sentido.

Mi mente evocó aquellos días oscuros. Lo impotente que me había sentido. Lo mucho que los había culpado por mis fracasos. La cantidad de dolor que había puesto en ellos y en mí. Poco a poco me dejé de importar y poco a poco ellos también. Los dejé morir en mi mente y en mi corazón. Estaba al tanto de ello y me deprimía ser incapaz de cambiar las cosas. Cuándo quise arreglarlas, ya los había perdido. Marla era un caso diferente. Nunca estuvimos enamorados en realidad y pudimos habernos dicho adiós desde varios años antes. Sin embargo, estaban ellos. Mis hijos. Los niños que se habían cansado de darme oportunidades y ver cómo las destrozaba sin miramientos frente a ellos.

No me había dado cuenta pero había estado hablando todo ese tiempo. Comencé a escupir cuanta mierda hubiera conferida en mi interior. Me paré de la cama de estrellas y comencé a gritarle al universo que se pudriera. Me grité a mí, a mi incapacidad de amar a mis hijos, a mi incapacidad de ser sincero con Marla, a mí falta de ambición para cumplir mis sueños y a mí falta de determinación para cambiar mi realidad. Me grité hasta que quedé sin aliento. Corrí y atravesé galaxias. Lancé planetas y le escupí al Sol. Mis lágrimas quedaron suspendidas frente a mis ojos y las dejé atrás para siempre. Me detuve y respiré aire hasta que mis pulmones quedaron satisfechos.

Regresé con María Luisa la cual no me había perdido la mirada de encima mientras descargaba aquellas emociones que había llevado conmigo desde que tenía uso de razón. Se mostraba impávida y totalmente inexpresiva a lo que había dicho y hecho.

-¿Ya?- fue todo lo que pudo decir cuando me planté justo frente a ella.

La besé. No había pretendido ser tan radical, pero nos caímos a la cama de estrellas debido a mi impulso. No me apartó así que la seguí besando. No sabía si lo hacía porque estaba agradecido con ella o tan sólo por qué era la mujer más hermosa que alguna vez hubiera visto. Tan sólo la besé como nunca había besado a alguien.

-Te amo, María Luisa.

Ella volvió a reír con esa gracia que dejaba la belleza de las estrellas reducida a polvo.

-Nos acabamos de conocer.

-Somos almas, no importa.

Volvió a reír y ahora fue ella la que me besó. Cuando nos dejamos al fin, ella me miró a los ojos y, con el Sol reflejado en ellos, me indicó que me iba esperar. Había algo que tenía qué hacer antes. Asentí y me aventuré tan rápido como pude a Olá.

Mis hijos estaban jugando con un grupo de niños a “Esconder el Retriever”. El juego consistía en que todos los niños, a excepción de uno, se cubrían los ojos y se quedaban quietos en la plaza central. El niño que no se cubría los ojos tenía un minuto para esconder al retriever en cualquier lugar de Olá. Podía colocarlo en la copa de un árbol, en el interior de una casa, en las profundidades del mar o en el corazón de la selva. El perro parecía encantado con el juego y asumía muy bien su rol al quedarse callado cuando le tocaba quedarse escondido.

Distinguí a Marla a orilla del mar jugando con el resto de los padres a dar el clavado mortal más impresionante. Todos se estaban divirtiendo.

En ese momento, el niño terminó de esconder al perro. Inteligentemente, lo había metido de vuelta a su cuerpo real por lo que a simple vista sólo se veía a un golden retriever común y corriente dormir en la acera. Gritó a los demás para que corrieran a buscarlo. Augusto y Gabriel pasaron a mi lado a toda velocidad sin reparar en mi presencia. Me quedé quieto mirándolos jugar, tal y cómo hacía cuando solía llevarlos a la plaza. Lo estaba disfrutando mucho.

-Hey, Gabriel- murmuré cuando el menor de mis hijos pasó a mi lado.

-¡Papá!- gritó él y corrió a abrazarme.- Estoy buscando al retriever, ¿no lo has visto?

-Puede ser que sí.

-¿En serio?- susurró él con los ojos bien abiertos.- Dime dónde está, te juro que no se lo diré a nadie.

-¿Me lo juras?- pregunté yo.- Me metería en un gran lío si alguien se entera que te revelé el escondite.

-Te lo juro- respondió Gabriel aplaudiendo en el aire.- Ni si quiera se lo diré a Augusto.

-Muy bien, entonces ve a despertar a ese perro que duerme en aquella banqueta.

-Pero si ese es un perro de verdad, no es el que…- afinó la vista y en ese momento una cola luminosa se agitó.- ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Voló en picada ante la mirada atónita de los demás niños y corrió a atrapar al perro dormido cuya alma salió disparada hacia el frente en una carrera frenética. Gabriel y el resto de los niños volaron detrás de él, pero antes de que el can pudiera emprender su huída, mi hijo lo había alcanzado abrazándolo por la panza.

-¡Muy bien, Gabriel!- gritó su hermano, Augusto, y corrió a felicitarlo.

Cuando la multitud de niños se hubo dispersado, Gabriel flotó hacia mí.

-¡Gracias papá!- exclamó y perro el perro saltó de sus brazos para darse una zambullida en el mar.

-De nada- respondí yo.- Aunque esa atrapada fue puramente tuya.

-Sí, ¿la viste?

-Por supuesto que sí. ¡Fue genial!

En ese momento vi cómo mi hijo mayor se acercaba lentamente hacia nosotros.

-Hola- dijo con indiferencia al encontrarse con mi mirada.

-Hola, hijo- contesté.- Veo que están pasando un buen rato.

Se limitó a asentir. Gabriel cambiaba la mirada de mí a su hermano con rapidez. Nos quedamos callados al mismo tiempo que los primeros rayos del Sol comenzaban a acariciarle los rostros traslúcidos a las almas del distrito de Olá. Sabía que en cualquier momento nos evaporaríamos en un haz de luz infinito hacia un lugar en el cual nuestra existencia quedaría oculta hasta que le llegase el momento a cada una de esas personas. Sin embargo, antes de partir, mi hijo logró articular las palabras que juré recordar y convertir en mi motivación una vez que despertara de aquel sueño maravilloso:

-Te extraño, ¿sabes?


Aquello se convirtió en un forcejeo desesperante. Como una cáscara de naranja, quise cubrir el cuerpo de Mateo Icaza otra vez. Abrazarlo con mi luz y no dejar que la oscuridad se volviera a apoderar de él. Sin embargo, algo me lo impedía. Me apretujaba sobre él y golpeaba su brazo real con el mío intentando mezclar la naturaleza de ambos con resultados poco alentadores. Coloqué mi rostro frente al suyo y tuve el mismo grado de éxito. Los rayos del Sol estaban iluminando la estancia. Aún cuando la realidad se mostraba cada vez más clara para mí, seguía negándome a ella y luchando por entrar.

La sangre de las sábanas seguía fresca. Un charco interminable cubría la alfombra. El Mateo Icaza de la cama tenía los ojos cerrados y una sonrisa que no concordaba con su estado. Nos entendimos en ese momento. No había nada más qué hacer.

En el último momento lo había comprendido. Tuvo que haber pasado lo impensable para que Mateo se diera cuenta de su capacidad infinita de amar. Tuvieron que darse aquellas consecuencias para que, por primera vez, apreciara las cosas hermosas que abundaban en su vida. Jamás sabría lo que pudo haber sido. Meras conjeturas. Una vida más que se iba.

Lo miré por última vez y sentí tanta lástima. Mateo Icaza. Dejé que mis lágrimas de luz cayeran en su mano. Por más que me doliera, no me iba triste ya que sabía que la vida le había otorgado una última noche para enmendar las cosas y demostrar que dentro de él había un lado que era bueno. Pura y maravillosamente bueno. Puede que el mundo no lo hubiera sabido, sin embargo, el alma de Mateo sí lo supo y eso le permitía partir en paz hacia su siguiente aventura.


3 comentarios:

  1. Quiero comentar que el final me costó mucho trabajo! Jaja. No sabía si matarlo o dejarlo vivo. Neta que me quedé pensando mucho :P
    De hecho escribí la versión de cuando sobrevivía. La familia lo rescata y lo llevan al hospital. En el ínter el alma vive en una especie de limbo ya que Mateo no sabe si va a sobrevivir o no.
    El punto es que sobrevivía y se reconciliaba con la familia, salía con María Luisa y era feliz. Pero se me hace el mensaje penetra más si Mateo muere. En fin, ustedes que hubieran preferido?:)

    ResponderEliminar
  2. buen blog, la imágen del título es GENIAL por sobre todo porque amo a kandinsky.
    segui asi, suerte, besos.

    ResponderEliminar
  3. Yo opino que a poco menos de dos días de que se acabe el año casi me haces llorar con tu historia (jamás admitiré que soy una chillona jaja).
    Tu planteamiento es completamente cierto, porque la verdad es que sí puede ser tarde para hacer las cosas mejor. Y aunque hubiera sido un final más feliz si Mateo sobrevivía, lo cierto es que el impacto es mayor con el final original.
    Así que feliz año nuevo! Nos vemos en el 2010 ;)

    ResponderEliminar